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Philip Jose Farmer

En la noche de un espacio húmedo (el vientre de mi madre), un espermatozoide venció a un millón de competidores. Durante ese maratón microscópico, todos murieron excepto uno. Y el vencedor dejó de existir cuando se unió con el óvulo, formando los dos uno solo: el Otro.
El espermatozoide aterrizó sobre el óvulo como si hubiera sido un astronauta, y el óvulo, un lejano planeta. Ese día Flash Gordon no sobrevivió como tal: se unió con el óvulo, planeta desconocido.

De esa fusión nació el Otro, llamado Philip Jose Farmer. Nueve meses más tarde, esa entidad se posó a su vez sobre otro planeta desconocido: la Tierra. Este relato de ciencia ficción que es la historia de todos los bebés continúa tras el impacto: el recién llegado cayó en manos de unos extranjeros que hablaban una lengua incomprensible y seguramente no pensaban como él.

Esta historia que dura desde siempre es la de una lucha salvaje por sobrevivir en este planeta, esforzándose por convertirse en un ser humano completo, lo que los chinos llaman “Un hombre redondo”. Pero la identidad salida de ese aterrizaje forzoso, más o menos humano, semi-robot, iba a tener que trabajar toda su vida para transformarse en un ser humano completo: esa será la meta de su odisea en este planeta. Muchos lo intentan, pocos los consiguen. Y, aparentemente, el final inevitable es la muerte.

¿Por qué, entonces, seguir viviendo? Tal vez porque la muerte es otro aterrizaje forzoso que nos proyecta hacia una nueva fusión donde nos convertimos una vez más en Otro, donde entramos en combinación con Alguna Cosa, para convertirnos a su vez en Alguna Otra Cosa. Y, si nuestro libre albedrío no nos ha servido para pasar del semi-robot a una forma humana, lo más parecida posible al hombre redondo, ¿eso va a impedirnos acceder al otro mundo? Igual que millones de espermatozoides, cuando se produce una eyaculación, se quedan en el camino sin unirse con el óvulo; solamente uno lo consigue, y se transforma en entidad, el Otro.

Los bebés humanos son unos semi-robots que poseen, sin embargo, un libre albedrío limitado pero vigoroso. Algunos se convierten en adultos que ejercen ese libre albedrío lo más a menudo posible. Pero la mayoría no lo utilizan más que una vez, el día que deciden utilizar su libre albedrío lo menos posible.

Me considero un semi-robot, cuyos elementos innatos, el patrimonio genético, han hecho de mí un escritor nato. Desde los 8 o 9 años supe que quería ser escritor. Pero me hizo falta cierto tiempo para lanzarme. Ante todo, debía explorar este planeta desconocido.

La herencia única de los factores genéticos dirigió al semi-robot hacia el papel de escritor y, en particular, hacia ese género nuevo de literatura que nació con la era industrial-electrónica: la ciencia-ficción. Pero, dotado de un libre albedrío y, aumentando su saber y experiencia, el Otro, en plena transformación, eligió el tipo de género de ciencia-ficción que escribiría y cómo lo escribiría.

El futuro escritor tuvo la suerte de exponerse a determinadas influencias literarias precoces. Lo mismo que el huevo absorbe al espermatozoide, él absorbió La biblia, La iliada, La odisea, Swift, Twain, los cuentos y leyendas del mundo entero, la mitología escandinava, griega, y la de los indios de América, Las mil y una noches, El mago de Oz de F. Baum, y Robert Louis Stevenson. Un poco más tarde absorbió Voltaire, Dumas, Rabelais, London, Doyle, Burroughs, Wells y Verne. Luego Melville, Shakespeare, Platón, el teatro griego, Balzac, Dostoiesvky, Dickens, Nietzsche, los poetas chinos y Henry Miller. Más tarde leyó escritos sufíes.

Doy gracias a Dios, al azar (al uno o al otro) por haber nacido de unos padres que no restringieron mis lecturas a los clásicos. Algunos habrían considerado mi admiración por Baum, London, Dumas, Doyle o Burroughs -toda esa sub-literatura- como algo vulgar, chocante e inoportuno. Pero me autorizaron a que eligiese yo mismo mis lecturas, y así, mezclada con los clásicos, descubrí la literatura popular: la aventura, el misterio y la ciencia-ficción.

Las películas mudas de mi infancia también me han influido mucho y no sería el hombre que soy si no me hubieran impresionado tanto El ladrón de Bagdad, Los tres mosqueteros (la primera película que vi), El mundo perdido, El cazador de gamos. Los diez mandamientos, Robín de los bosques, así como todas las series de televisión del fin de semana, particularmente The Green Archer.

La persona o la entidad, se cual sea, que echó mis cartas genéticas, lo hizo de tal manera que hay algo en mí que viene de la tierra misma, una pizca de vulgaridad. Hay una corriente carnal y lúbrica en mí, así como un sentimentalismo a lo Dickens. Tanto mejor, me parece. Alguien que carece de ese lado campesino no puede ser un poeta de primer orden.

Esta corriente de vulgaridad, más una fascinación, mitigada de horror, por lo irracional y por la anarquía, han hecho que me sintiese atraído, como el aire aspirado por el vacío, hacia los cuentos de los indios de América: Wabosso con los Algoquinos, El gran liebre blanca, o El viejo hombre coyote, indios de las llanuras. Mi cerebro y mi alma se impregnaron de ellos. Más tarde descubrí que Bugs Bunny, el de los dibujos animados, era el descendiente directo de Wabosso y de Coyote en nuestra era industrial-electrónica.

Sea cual sea la seriedad en mis escritos, siento que llevo, al igual que Sócrates el daimon, el peso de Bugs Bunny (se trata más bien de algo leve) sobre mi espalda. No me dicta nada, pero me hace sugerencias y me da consejos. Fue él, y no los sabios orientales, ni Heráclito, quien me reveló que todas las cosas están unidas bajo su superficie. El espacio es un territorio cósmico, con sus salidas de socorro y, cuando uno ha creído ver a Elmer Fudd, se trata en realidad de Bugs Bunny.

Bugs Bunny, el anarquista que cambia siempre de apariencia, está sentado en mi hombro izquierdo. El daimon que se encuentra en mi hombro derecho no es otro que Krazy Kat, el enamorado de la ley y el orden, obsesionado también por el amor en general.

Es también la tensión creada por las sugestiones y las revelaciones contradictorias de estos dos seres lo que me hace escribir, ¿se mezclarán algún día sus gritos y susurros para producir una voz única?

Philip Jose Farmer
Estados Unidos
Nace en 1918. Es uno de los padres de la ciencia ficción. Destaca. A vuestros cuerpos dispersos [Ultramar Ed.], Cuidado con la bestia [Ed. Anagrama], La torre negra [Ed. Timun Max].